Un grito desgarrador lo obligó a salir de la ducha usando sólo un short.
Corrió hasta la cocina y encontró a su abuela sentada tranquilamente. Su madre, en cambio, permanecía petrificada señalando algo sobre el horno.
Nada justificaba tal susto o al menos eso pensaba él, entre molesto y aliviado. Sin embargo, un simple zumbido le erizó los pelos de la nuca. El bicho, era volador.
Con impredecible trayectoria el maldito insecto volaba violentamente por todas las esquinas hasta que se detuvo sobre el fregadero.
Venciendo el natural susto e intentando recuperar la masculinidad que se había escapado por su boca, él se enderezó y se acercó como un boina verde al estante donde se encontraba el Sheltox.
Nunca perdió la vista del ente negro y aceitoso que restregaba su sucio cuerpo por los platos recién lavados. Era un desafío, una manera de decir “Ajá humano, sé que comes aquí, te dejaré un souvenir para que degustes”.
Iracundo por el reto se montó en un banquito y empezó a buscar entre los desinfectantes, kerosenes y suavizantes. Por un segundo retiró su vista para agarrar el spray, sólo había que mover el inmenso envase de jabón de lavar ropa…
Súbitamente, recordó que no llevaba camisa de la peor manera concebible: La criatura se había pegado a su espalda desnuda.
Náuseas y gritos ensordecedores de su madre.
Su cuerpo contorsionado saltaba por los aires. El insecto no se despegaba.
Él se movía frenéticamente; con una mano sostenía el sheltox y con la otra el jabón. Ahora una espesa neblina azul con olor a lavanda se había adueñado de la cocina.
Finalmente el infeccioso se despegó y cayó al piso. Varias atomizaciones lo hicieron convulsionar y finalmente quedarse quieto en un lugar.
El humano tomó una sandalia de su abuela y se abalanzó sobre el bicho.
Crack.
Con el crocante sonido, recuperó su auto respeto. Erguido y jadeante caminó hacia la noche olor a lavanda, dejando atrás la voz perturbada de su madre y la risa de su abuela.
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